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domingo, 17 de enero de 2021

BERTA ISLA de Javier Marías

 


De entre las muy abundantes recurrencias o asociaciones o repeticiones que Berta Isla presenta respecto del mundo literario de Javier Marías (Madrid, 1951), no en vano existen ese mundo y su inconfundible concreción estilística, la más fértil es la de encontrar en el centro del relato, tal vez sea más exacto decir en su síntesis, la imagen congelada de una figura mirando desde un balcón, algo que ocurría en Corazón tan blanco (allí era un hombre, en el extranjero, confundido brevemente por una transeúnte que cree conocerlo y luego no) para revelarse como perfecta cristalización del acto narrativo: asomarse y que un orden se trastoque, incluso aunque sea, en apariencia, de modo trivial. También Berta Isla, la mujer que da título a esta nueva novela, se asoma a los balcones de su piso madrileño, si bien en su caso es reconocida con acierto aunque ella apenas acierte a reconocer a quienes la reconocen, y en ese deslizamiento vuelve a encerrarse toda una novela, cuya indagación en torno a la relación entre el tiempo y los hechos que suceden en el tiempo queda subrayada desde la primera frase, esta vez más circunspecta que en anteriores ocasiones e introduciendo una palabra, “duermevela”, que resume con levedad aparente la ambigua, no necesariamente perfecta ni constante, fascinación que la prosa del autor ejerce en sus mejores momentos.

Así pues, en Berta Isla hay una mujer que mira al exterior desde su casa para encontrar los rastros de su pasado sin alcanzar a reconocerlos, que cuando podría haberlos reconocido no está ahí para verlos llegar, y para quien esos rastros toman la forma de dos hombres, uno de ellos el primero en compartir con Berta un sexo fugaz, irrelevante en el fondo, el otro un acorde constante en su propia vida escogida, asumida y malograda. ¿Qué vemos desde un balcón, qué sucede cuando alargamos la mirada sobre aquello que sobrevolamos? Georg Wilhelm Friedrich Hegel lo hizo en Jena y vio a Napoleón, George Steiner lo hizo siendo niño en París y vio desfilar una manifestación antisemita, y en ambos casos esos observadores privilegiados decidieron que habían asistido a la encarnación de un concepto más que a una anécdota: la Historia en marcha, invariablemente. Los personajes de Marías, más modestos, se asoman para descubrir que no son apenas nada, que resultan indiferentes al tiempo, que hay una confusión constitutiva en sus biografías, en fin, y como reza el final de este libro, la mayoría de vidas “solamente están y esperan”. Se asoman y ven a Wakefield burlado. Pero también esa es una lección de Historia, del modo en que conspira indiferente contra quienes no podremos decidir qué vida vivir.




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