La insolación que supone en la vida de
Martín la aparición de esos dos chiquillos libres que no se parecen a nadie,
ese arrebato fuera del mundo conocido y cercano que había notado por
primera vez cuando aparecieron los dos Corsi sobre el muro del jardín, aquel
esplendor interno en el que Martín no pensaba, sino que llamaba simplemente “el
verano”, tarda tres años en diluirse. Martín, que se ha criado
con sus exquisitos abuelos paternos y que quiere ser pintor, tiene que empezar
a pasar los veranos con su padre, teniente del ejército franquista, macho al
uso español de la época, que al principio deslumbra al Martín adolescente con
sus ideas acerca de lo que debe ser un hombre (Martín es un hombre, no es como si fuera una chica que, entonces,
pobre de él si saliera a la puerta de la calle. Los hombres son libres. Si
la chica se deja manosear, mejor para él, coño) y su
madrastra, una mujer vulgar, supersticiosa y retorcida que lo odia. Anita
Corsi, con su luz inconsciente y su fuerza, su personalidad atrevida y
fulgurante, Carlos Corsi, con su belleza de efebo que resulta sospechosa en el
pueblo porque es demasiado guapo, tiene en él algo que a un
hombre verdadero le repugna un poco, el señor Corsi al que
creen diplomático y había sido mago de circo y Frufrú, la vieja estrambótica
que cuida de los Corsi y que no puede bajar al pueblo con sus atuendos
extravagantes porque los niños la apedrean y el cura no la deja entrar en la
iglesia, en una España en la que las ratas se comían las orejas de los niños y
los niños comían boniatos asados (Laforet dixit), los Corsi, que hablan en
francés e italiano y han vivido en Tierra del Fuego, Nueva York, Tánger y
Venezuela, parecen estrellas de cine. Nada más contraste que los almuerzos
en casa del padre y las meriendas con té en casa de los Corsi. A Martín, que
pasa hambre, que tiene prohibido besar al padre porque no es de hombres o
dibujar porque es de maricones, aterrizar con los Corsi, que comen ensalada de
pollo y por las tardes dramatizan a Racine y cuentan historias de domadores de
leones y trapecistas y reciben dinero de una Peggy estadounidense que conduce
coches por estancias sudamericanas, es como aterrizar desde la Cuenca de la
Edad Media en el Manhattan de 2027, lo que no quita para que a Martín muchas
veces le escandalice el comportamiento de los Corsi, pobre santo. Le
parece que no saben vivir entre la gente porque siguen sus propias normas y no
llevan el corsé asfixiante que llevan los que viven en su propio mundo
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